smart cyties + steampunk = city steam

Bien saben que la época victoriana fue la que inauguró, en realidad, la explotación moderna en nombre del progreso y al calor de una tecnología mecánica que colaboraría en “facilitar” la vida de éstas nuevas sociedades. Que aplicó el exterminio y la esclavitud, también la infantil, a partir de la violencia en sus colonias para el beneficio máximo de las naciones civilizadas; que ocupó espacios y territorios salvajes para glorificar el desarrollo. Sin embargo de esto nada se recuerda y tan solo nos queda ese fetichismo que la identifica con los brillos de la burguesía y la aristocracia, una admiración sin fisuras hacia la élite y la jerarquía. Claro, también existió Darwin y las mujeres ganaron el derecho de propiedad, Wilde, Lacan… y Holmes.

Pero todo esto que hoy recordamos de esa época parte de la humanidad expropiada y es algo que no puede verse porque una neblina de fantasía animada se ha encargado de ocultar. De algún modo toda esta imagen nos lleva a un decorado que nada tiene que ver con la realidad salvaje de una época que acabó destruyendo la vida en común, no solo de las sociedades que invadía, sino de las propias, instalando un estado de excepción que obligaba, y así ha quedado desde entonces, a un servilismo tecnológico que no tiene en cuenta a la esencia humana.

Ese fetichismo tecnológico que se instaló en la sociedad, en diferentes magnitudes y según la escala social, ha transcendido y se ha reconvertido en una idolatría hacia las tecnologías avanzadas de, dicen, información y comunicación. La utopía de una vida mejor que emerge para emanciparnos de la monótona realidad cotidiana. Un futurismo con esperanza de normalidad ampliada. Sin embargo también, como en esa época victoriana, convivimos con la aberración de un retroceso inmenso en los derechos y conquistas sociales. Una especie de paradoja que nos aleja de ese mundo idílico que promete la tecnología.

No puedo evitar que este asunto de las ciudades inteligentes me recuerde todos esos mitos de los primeros ingenieros informáticos (Turing) o de los pioneros de la electrónica (Kurzweil), una especie de ilusión que magnificaba las máquinas pensantes, las máquinas inteligentes, para hacerlas hasta espirituales. Puede que sea cosa mía, no lo discuto, pero sospecho que nadie llamó inteligente a una ciudad que automatizaba el orden circulatorio a partir de semáforos. Evidentemente no llega el asunto a tanto pero Musky, por ejemplo, nos insinuó desde las ciencias cognitivas que podríamos convertirnos en animales de compañía.

En cualquier caso de la inteligencia al automatismo hay una enorme distancia y la confusión de términos es algo que nos esta afectando demasiado, tanto desde estas posturas mitificadoras como desde las que implican corrección política o disfraz de la realidad. Lo que me apena de verdad es que trasladamos a las máquinas, a la tecnología, la idea que tenemos de inteligencia humana; me pone triste y me asusta. Quizá es que vamos vaciando a la inteligencia de su condición y la reducimos, como mucho, a lo que siempre ha sido simple astucia  (así nos va). Ahora sólo queda pensar que la humanidad automatizada y uniformizada en comportamiento, pensamiento y discurso pretenderá ser inteligente.

También es posible que hayamos alcanzado un punto en el que la fe tecnológica y las esencias del progreso las reduzcamos a una máquina de vapor actualizada. Con una diferencia, entonces sabían que sólo era maquinaria y nosotros le atribuimos inteligencia a lo que no deja de ser sino el resultado de una secuencia algoritmica.

No sé, veo la apología de las ciudades inteligentes bien cercana a los mitos del steampunk. O a esa revolución biolítica que nos anunció Kempl y que proyecta una tercera alineación, la tecnociencia, que sustituye o complementa (no es fácil la distinción) a la religión y a la política (o eso en lo que han convertido a la política). Una “revolución” que construye una conciencia colectiva desde códigos “indiscutibles” y que en nada se corresponde con esa realidad que nos lanzaba a un homo ludens tan deseado (Huizinga). La paradoja del desarrollo. Sí, soy consciente, las ciudades inteligentes no se pretenden para esto, pero, disculpen, ese mito tecnoutópico planea sobre todo.

McLuhan nos confirmaba que ponemos los contenidos de los viejos medios en los nuevos porque no acabamos de encontrar el camino del recién estrenado lenguaje. Quizá eso nos pase con las ciudades inteligentes, que no hemos sabido salir de ese pensamiento biotecnológico y lo aplicamos en forma de mito. Soñamos con la inteligencia colectiva, con la noosfera y lo hacemos desde esa “nostalgia del original” que nos hace trasladar valores humanos al resto de los seres u objetos que nos rodean (Walt Disney lo hizo muy bien)

Puede que sea un ejercicio crítico el que pretendo pero es conveniente no perder de vista la filosofía, aquello que pregunta y se pregunta, para no entrar en hábitos exagerados en su expresividad. Exaltar la inteligencia sin celebrarla en ella misma no nos convierte en seres desarrollados. Pero como dice Fischer, “vivimos en el corazón de los mitos”, y las nuevas civilizaciones requieren siempre de leyendas fundacionales, de nuevas estéticas

Y aparece el mantra de las sociedades inteligentes, de las ciudades inteligentes. La civilización de la máquina ha dado paso a la civilización del bit y que ese progreso tecnológico se convierte en ideología y arquitectura social. En definitiva, parece que se trata de magnificar cualquier asunto que fuera de ese contexto de hipertrofia política y mercantil no sería sino algo normal dentro de la evolución. O de banalizar la inteligencia en un, acaso, intento de minimizar su característica humana. Porque, y ya sé que me dirán exagerado, podríamos hablar también de la estupenda psicomotricidad de los automóviles.

Choca en todo caso ver como al lado de este neopaganismo tecnológico que hace a las ciudades inteligentes, nos ataca esa tendencia a inhibir la inteligencia humana desde infinidad de frentes: ausencia de políticas de educación pública, anulación de becas, apropiación de medios de información… Posiblemente Adam Smith, el padre de la economía clásica, (no olvidemos que estamos hablando del S XVIII) quedaría perplejo al comprobar que lo que él llamaba “adulación acrítica” al poder se ha instalado con tan enorme solidez en nuestro entorno. El nos advertía sobre la necesidad del capitalismo de fomentar la disposición a “admirar a los ricos y poderosos y a despreciar, como poco ignorar, a los pobres” es evidente que esto ha ido más lejos y se ha instalado, no sólo en nuestros códigos éticos, sino también en el modo en el que apreciamos y valoramos nuestro entorno. Hoy las ciudades son ricas y poderosas, y por eso se las admira, cuando se rodean de parafernalia tecnológica. Poco tiene que ver cual es la situación real de sus habitantes.

Una ciudad inteligente deslumbra más que una ciudad para el procomún. Pero no valoramos lo que supone en detrimento de inversiones sociales. Tampoco por supuesto que todo esto supone la rendición a intereses privados a los que pagaremos enormes cantidades de dinero sin gran retorno comunitario. La contribución a la prosperidad general como otra de las falacias, el dogma del crecimiento que no revierte sino a intereses individuales. Reducir el numero de ciudadanos con acceso a bienestar y cobertura social, sanitaria y educativa a costa de invertir, en nombre del progreso, en aparatajes. La cobertura social como estigma. ¿Acaso no es que en realidad existe una especie de disonancia cognitiva en cuanto a lo que supone desarrollo tecnológico y social?

En un futuro el steampunk, ese movimiento que gira en torno a un mundo fantástico gobernado por la maquina de vapor y afines, puede que mute y se centre en lo que pudo haber sido una sociedad de individuos inteligentes. Smartpunk.